En el ocaso de aquellos días, sentía aún el resoplar de la locomotora con sus vagones, el humear de nubes negras cuando su silbido se acercaba al pueblo, y el último vagón, el más mirado, el que todos los amigos corrían por los rieles cuando la subida escarpada lo detenía casi, y le costaba moverse. Se movía sí, pero hacia los costados como buscando fuerza para seguir, siempre lo lograba. Era el momento de saltar y quedarse allí esperando llegar a la cima, y de vuelta en la bajada, antes de llegar a la estación y detenerse.
No había mucho por hacer en aquel pueblo perdido en Rocha lejos de la civilización. El tren traía alegría, cosas nuevas. Iban hasta el andén y veían a la gente bajar, subir, saludarse, desearse buen viaje. Oían el pregón de los que vendían sus alfajores, huevos, queso, flores, revistas. Y ellos ya empachados de civilización volvían al campo.
A Rafael la rutina no lo dejaba crecer, quería saber algo más, llegar hasta donde llegaba el tren a la gran ciudad. Pero: ¿Qué haría allí? Se preguntaba.
Sabía que sin el misterio la vida no existía, sin lo nuevo para saber y crecer tampoco, nadie debería saber de su destino. Tomó una valija
vieja, unas cuantas ilusiones, y subió al tren. Los amigos le ayudaron en aquella aventura. El último vagón le protegió cuando se detuvo
en el pueblo. Todos sus amigos bajaron. Los vio alejarse con las manos en alto, ahora era a él, a quién despedían...quizás para siempre.
Guardó aquella escena, un cuadro pintado en su alma.
El último vagón era su refugio. El traqueteo del tren era su compañero. Afuera el verde de una primavera hermosa daba brillo a la tarde. Escondido entre grandes baúles abrió su pequeña valija, apenas una muda de ropa, una manzana, una mazo de cartas viejas, un reloj grande regalo de su abuela.
Sacó un libro. Una vez su madre antes de morirse le había dicho, un libro es una eterna compañía, él te llevará a otros mundos que jamás visitarás. Su hermano le había conseguido un libro de aventuras de caballeros. La tarde caía, le habían dicho que era un viaje de 10 horas y llegaría entre la luces del amanecer a Montevideo. Ya era el atardecer. Un rey había llamado a la Muerte para guerrear a su lado y que no lo abandonara. Su presencia en el castillo propició al Rey para liberarse de sus enemigos, unos amanecieron ahorcados, su principal ministro apuñalado, una dama envenenada yacía al pie de su portal. El Rey agradecía a la Muerte su ayuda. En los torneos de palacio el Rey veía como la Muerte aniquilaba a sus rivales. Llegó el día de guerrear y la Muerte debía montar su corcel negro y acompañar al Rey a los campos de batalla. Nada detenía al Rey y a la Muerte, se apoderaban de sus rivales y de la Gloría eterna. Quebraba, arrancaba, cortaba, los masacraba a los ejércitos enemigos. La Muerte era su fiel seguidor. Pero las batallas se terminaron y el Rey cansado quiso despedir a la Muerte, y la Muerte le dijo al Rey de volver a palacio, que debía terminar su misión y que lo esperaba a él, en esa madrugada, para cabalgar juntos en su última visita por esas comarcas. El rey sumiso dijo que sí. Simulando se retiró a sus aposentos queriendo escapar, corrió por los pasadizos secretos, llegó a las caballerizas ensilló el corcel más oscuro y salió en la noche cerrada a campo traviesa. Galopando, galopando, se dio cuenta que su caballo era más negro que las tinieblas, y jamás volvería de la oscuridad.
El tren seguía en su rutina de kilómetros. Levantó los ojos del libro, ya no veía para leer. La noche desplegaba su manto de total oscuridad. Intentó abrir la ventana para dejar entrar algún reflejo de la luna que imaginaba salía por el otro lado. Se durmió en el frescor de aquella noche serena.
Entre las hojas de aquel extraño libro de caballería que yacía a sus pies, una luz asomaba de su interior y al unísono salió un as de espadas acerado, giró en el aire, brilló por un instante como una luz mala en la noche, y se clavó en su corazón.
No había mucho por hacer en aquel pueblo perdido en Rocha lejos de la civilización. El tren traía alegría, cosas nuevas. Iban hasta el andén y veían a la gente bajar, subir, saludarse, desearse buen viaje. Oían el pregón de los que vendían sus alfajores, huevos, queso, flores, revistas. Y ellos ya empachados de civilización volvían al campo.
A Rafael la rutina no lo dejaba crecer, quería saber algo más, llegar hasta donde llegaba el tren a la gran ciudad. Pero: ¿Qué haría allí? Se preguntaba.
Sabía que sin el misterio la vida no existía, sin lo nuevo para saber y crecer tampoco, nadie debería saber de su destino. Tomó una valija
vieja, unas cuantas ilusiones, y subió al tren. Los amigos le ayudaron en aquella aventura. El último vagón le protegió cuando se detuvo
en el pueblo. Todos sus amigos bajaron. Los vio alejarse con las manos en alto, ahora era a él, a quién despedían...quizás para siempre.
Guardó aquella escena, un cuadro pintado en su alma.
El último vagón era su refugio. El traqueteo del tren era su compañero. Afuera el verde de una primavera hermosa daba brillo a la tarde. Escondido entre grandes baúles abrió su pequeña valija, apenas una muda de ropa, una manzana, una mazo de cartas viejas, un reloj grande regalo de su abuela.
Sacó un libro. Una vez su madre antes de morirse le había dicho, un libro es una eterna compañía, él te llevará a otros mundos que jamás visitarás. Su hermano le había conseguido un libro de aventuras de caballeros. La tarde caía, le habían dicho que era un viaje de 10 horas y llegaría entre la luces del amanecer a Montevideo. Ya era el atardecer. Un rey había llamado a la Muerte para guerrear a su lado y que no lo abandonara. Su presencia en el castillo propició al Rey para liberarse de sus enemigos, unos amanecieron ahorcados, su principal ministro apuñalado, una dama envenenada yacía al pie de su portal. El Rey agradecía a la Muerte su ayuda. En los torneos de palacio el Rey veía como la Muerte aniquilaba a sus rivales. Llegó el día de guerrear y la Muerte debía montar su corcel negro y acompañar al Rey a los campos de batalla. Nada detenía al Rey y a la Muerte, se apoderaban de sus rivales y de la Gloría eterna. Quebraba, arrancaba, cortaba, los masacraba a los ejércitos enemigos. La Muerte era su fiel seguidor. Pero las batallas se terminaron y el Rey cansado quiso despedir a la Muerte, y la Muerte le dijo al Rey de volver a palacio, que debía terminar su misión y que lo esperaba a él, en esa madrugada, para cabalgar juntos en su última visita por esas comarcas. El rey sumiso dijo que sí. Simulando se retiró a sus aposentos queriendo escapar, corrió por los pasadizos secretos, llegó a las caballerizas ensilló el corcel más oscuro y salió en la noche cerrada a campo traviesa. Galopando, galopando, se dio cuenta que su caballo era más negro que las tinieblas, y jamás volvería de la oscuridad.
El tren seguía en su rutina de kilómetros. Levantó los ojos del libro, ya no veía para leer. La noche desplegaba su manto de total oscuridad. Intentó abrir la ventana para dejar entrar algún reflejo de la luna que imaginaba salía por el otro lado. Se durmió en el frescor de aquella noche serena.
Entre las hojas de aquel extraño libro de caballería que yacía a sus pies, una luz asomaba de su interior y al unísono salió un as de espadas acerado, giró en el aire, brilló por un instante como una luz mala en la noche, y se clavó en su corazón.
Prudencio Hernández Jr. (c) 2009