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Caminaba apurado rumbo a la estación a tomarse el tren que lo llevaría rutinariamente a su trabajo
Las calles estaban desérticas apenas marcadas por la bruma matinal espesa y opaca. Siluetas de casas oscuras recortadas por la tenue luz del amanecer; árboles casi blancos de agua nieve; frío intenso, movido por el viento, le calaba la cara. Sus manos buscaban el refugio tibio de los bolsillos del pantalón. Gris a su alrededor, gris el cielo. Lloviznas intermitentes que hacían apurar el paso. Alguien frente a él se acerca en sentido contrario, viene lejos aún, y apenas si su silueta oscura se diferencia del paisaje. Pasa demasiado rápido y le roza el brazo, pronunciando palabras, palabras que quedaron allí por un instante suspendidas en el aire. Eran las palabras que había buscado últimamente en sí mismo sin poder encontrarlas, que había perdido, palabras mágicas que repetían sus palabras que creía que solamente él había encontrado en la China milenaria talladas en piedras enterradas, y perdidas en los bosques a orillas del Yang Tsé Kiang, río azul, que nace en el Tíbet, y que yacen allí aún intactas para que alguien las vuelva a descubrir.
Aquellas palabras solo guardadas en él, y que había perdido, ahora estaban en su lugar nuevamente. Sus labios susurrando las repetían una y otra vez como queriendo grabarlas de una vez por todas y no se le escaparían.
Y ahora, con toda su sorpresa, allí estaban dibujadas nuevamente en su mente, sentidas en su alma, pronunciadas repetidamente por sus labios.
Giró tratando de ver a ese desconocido que ya no estaba, había desaparecido en la distancia.
Volvía a pronunciarlas y el cielo se abría, los árboles estaban florecientes y llenos de trinos en un instante, las calles tenían colores, se llenaban de personas, el aire se hizo tibio y el sol acariciaba con su luz. Siguió repitiendo las palabras, su mente rebozaba de pensamientos positivos, su corazón, hasta hace un rato vacío, volvía a latir de sueños y esperanza. Se volvía a dibujar en su alma el rostro del amor.
Sus pasos cambiaban de rumbo, ya buscaban otro refugio: el de su hogar. Sus movimientos tenían vitalidad, erguía el cuerpo. Los sentimientos se hacían luz en él...
Allí a pocos pasos la casa blanca, casa colonial, rodeada de palmeras y casi cubierta de enredaderas. Atravesó corredores iluminados, silenciosos y brillantes de cera. De la vitalidad agresiva de afuera no llegaba hasta allí más que una masa indiscernible de sonidos apagados. Tocó la puerta y se abrió. Entró. Sus hijos y la esposa amada sonriendo felices lo abrazaban y sonríen. Los viejos sillones de estilo, los dibujos, las esculturas, los cofres de cuero y las cajas de porcelana estaban allí en su lugar intactos, dándole la bienvenida, con ese color que da a las cosas el mucho tiempo y el cariño. Su corazón pletórico de amor por todo se desbordaba.
Como si no hubiese otro espacio de tiempo entre aquella felicidad y otro pasado, comenzó una nueva vida sin recuerdos, sólo vivir y sentir. Pero las palabras que habían vuelto a él, recordadas por un desconocido que se había cruzado en su camino, de repente se empezaron a borrar de a una, se confundían con otras, desaparecían.
Ante el esfuerzo de buscarlas en el pasado que no existía, le pareció, por un instante, estar en un lugar en donde nadie podía entrar ni salir ni atravesar sus paredes blancas y acolchonadas. Tomó su abrigo como siempre, sabía que en un rato se iría a la estación a tomarse el tren...