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Recorre
el frío su ancho invierno. El atardecer moja de rojo las primeras sombras. Una
mirada vuelca olvido, y recorre la calle que separa al caserío del mar. Como
venido del trópico sus brazos desnudos hacían asco al frío. Pensaba que en el
más allá no existían éstas pequeñeces, que las sensaciones estaban como en una
película sin afectar para nada a los actores el clima del lugar. Su rostro
estaba marcado por la sensación más lúgubre, a cada instante más oscuro. Era
como si absorbiera aquel día para tomar de él las sombras. La espalda ancha se
había doblado por los años, pero sus ojos eran naves sin olvido, luceros
imbatibles por la noche. Se detuvo un instante; su mano fue a la cintura, y la
sangre mojó su mano. Sus dedos le dieron el último ánimo, el último soplo de
vida. Como un remolino se volvió. El dolor le arrugaba la garganta, quería
decir algo, maldecir, pero la sangre ya estaba en su boca. Volvió sobre sus
pasos, corrió sobre sus pasos. No quería huir, volvía para matar o morir, huir
no lo llevaría a ninguna parte. Aquella herida era sin vuelta, le llevaba la
vida, entraría en la muerte con los ojos de un vengador, con la sangre del otro
entreverándose con la suya. Se detuvo; su mano sobre el tronco de un árbol le
impidió caerse. Tomó aire como si fuera la última bocanada para insuflarse
vida. Una mano de mujer lo sostuvo. Le pareció aquella piel tersa todo un
cielo, todo un arco iris que explotaba delante de él. Buscó más piel y tropezó
con unos ojos llenos de perdón. Se dejó llevar por aquella mirada. Entró en una
habitación teñida de una luz opaca. Sentía una puerta que se cerraba tras de
él, y otra...y otra. A su frente el mar se abría casi a sus pies. Le llegaban
perlas de agua que mojaban su rostro. Respiró profundo como para llenar el último vacío de sus entrañas.
Sentía arena húmeda en sus pies ahora descalzos. El olor a brea de mar lo
rodeaba invisible como el aire, suave, como aquella piel que acariciaba. Mar
adentro un faro daba señales de vida intermitente. Cada fogonazo de luz sus ojos
sufrían, pero esa luz le daba vida. Los abrió bien grandes para atraerla más. La
luz como agua de catarata imparable lo invadió, tomó su cuerpo. Las algas lo
envolvían, la arena le daba ese tono dorado a su piel que tanto ansiaba. Iluminado
quería alcanzar el reflejo de un pájaro nocturno. Ilusionado, se lanzó a las
aguas profundas para revivir.
Prudencio Hernández Jr. (c) junio 2012.